Luis Paulino Vargas | EP. La crisis de las llamadas “hipotecas basura” en Estados Unidos empezó en 2006 y se desplegó, ya de forma inequívoca, en 2007. Hacia finales de 2007e inicios de 2008, la crisis hipotecaria se metamorfoseó como crisis financiera, cuando muchos gigantes financieros –de hecho, todos los más grandes bancos– entraron en gravísimos aprietos.
Luego el problema se transmitió a la economía real. Se precipitó así la recesión mundial más severa desde el decenio de los treinta del siglo XX, lo cual trajo un agudo deterioro del empleo. Hacia 2010, cuando se suponía que lo peor de la tormenta había pasado, se hicieron públicos los graves problemas en que se encontraba Grecia; la real dimensión de su déficit fiscal había sido oficiosamente escondida con la entusiasta complicidad de grandes bancos transnacionales.
Explotó así la crisis de la deuda europea, que luego fue sumando, una tras otra, terribles y destructivas réplicas: Irlanda, Portugal, España, incluso Italia. En ciertos momentos las nubes del huracán ensombrecieron a la mismita Francia.
Cuando en 2007-2009 se precipita la crisis global, cuyo centro eran los propios Estados Unidos, la fuerza de las circunstancias impuso un diagnóstico: la desregulación financiera había sido una pésima idea; sus consecuencias resultaban catastróficas. Ante la magnitud excepcional de la recesión, y el temor de que diese lugar a una segunda gran depresión, Keynes fue desempolvado de los anaqueles enmohecidos adonde las escuelas de economía lo habían confinado.
De hecho, todas las potencias económicas –China incluida- pusieron en marcha programas de estímulo fiscal de una escala sin precedentes en la historia, mientras sus bancos centrales aligeraban las políticas monetarias hasta llevar los tipos de interés a mínimos jamás registrados.
Conforme las prescripciones de la ortodoxia dominante, no se debió hacer nada de esto, ya que, según su decir, toda intervención pública en los mercados es inútil y la única forma sensata de resolver las cosas es dejar que esos mercados actúen por sí mismos, sin ninguna interferencia.
Haber actuado de esa forma habría seguramente conducido a una depresión que, quizá, habría dejado chiquitita (dado el alto nivel de integración actual de la economía mundial) la de los treinta. Se ratificó que Keynes tenía razón: ante coyunturas depresivas de este tipo la intervención pública es indispensable, como necesaria es la permanente vigilancia sobre los mercados, incluso en épocas de relativa normalidad.
Pero con la crisis europea de la deuda, los zombis de la ortodoxia salieron nuevamente de sus tumbas. Se optó por una política de austeridad que provocó una profunda recesión. A tal punto que, poco a poco, y como sin querer, fue de nuevo necesario reconocer, en parte al menos, que aquellas enmohecidas recetas no funcionaban.
No solo se aliviaron las metas fiscales restrictivas, sino que el Banco Central Europeo (BCE) desobedeció los mandatos alemanes y comenzó a incurrir en algunas sonoras herejías. Anunció que compraría toda la deuda pública que fuese necesaria a fin de frenar la especulación. Que de no haberse optado por tal impostura heterodoxa pueden ustedes apostar que el derrumbe de España, Portugal, Irlanda y hasta Italia –y por lo tanto de la zona euro, y hasta de la Unión Europea en pleno- habría sido completo.
Y luego, y un paso más allá, el BCE, a imitación de la Reserva Federal estadounidense (pero con costosísima tardanza), optó por una política de “facilitación cuantitativa”. O sea, poner a funcionar la maquinita para inyectar liquidez en las economías.
Con seguridad, ha sido gracias a ese giro heterodoxo que el BCE adoptó, que las economías europeas de la periferia han frenado su caída libre. Pero recuperarse, lo que se dice recuperarse, es todavía algo muy lejano. Por ejemplo ¿cuándo podrá España reducir sus catastróficos índices de desempleo del 25% a niveles al menos aceptables del 5-6%? Serán muchos años, y, entretanto, una generación entera ha visto sus perspectivas de vida destruidas en esta crisis.
Aunque, y en todo caso, está visto que las fragilidades del euro siguen plenamente vigentes y que en cualquier momento pueden dar lugar a nuevos desbarajustes.
Pero el caso de Grecia es, con seguridad, asunto aparte. Desde 2010, y sin incluir el más reciente, dos “rescates” financieros (alrededor de 215 miles de millones de euros) han sido implementados, acompañados por masivas políticas de austeridad fiscal. Cierto: esta crisis griega viene antecedida por múltiples desordenes, abusos y corruptelas. Nada de lo cual resultaba sostenible para una economía que, conforme a los estándares del capitalismo desarrollado, se sitúa en niveles muy inferiores de productividad y competitividad.
Pero quienes enfatizan la moralina, para justificar desde ahí el “castigo” al pueblo griego, no deberían olvidar que no solo las oligarquías de ese país –que muy poco, si algo, han sufrido con todo esto– fueron las principales beneficiarias de los excesos incurridos, sino que los grandes bancos transnacionales –franceses y alemanes, principalmente- fueron invitados de honor en el festín, el cual financiaron a manos llenas.
Entonces ¿cómo entender que los “rescates” hayan ido íntegramente al pago de las deudas con esos bancos, mientras la sociedad griega en pleno era lanzada a lo más profundo del abismo? Se protege la rentabilidad de los bancos, mientras a la gente se la envía al infierno. En ese contexto, todo discurso moralizante pierde sentido y se vuelve un grosero oxímoron.
Las condiciones de fragilidad de la economía griega, en combinación con el alcance brutal de las políticas de austeridad que se le exigieron, han implicado para este país un retroceso económico de vértigo. El caso es que, ya desde el inicio, debió reconocerse que la deuda era impagable.
Estando Grecia en situación de insolvencia, solo una salida razonable quedaba: la reestructuración de la deuda. Al no reconocerse esa realidad, y al insistirse en obligar a Grecia a sacar recursos de donde no los había, se terminó por provocar un desplome económico catastrófico.
Cuando ahora Europa impone nuevas y mucha más draconianas medidas de austeridad, con ello un solo resultado se asegura: que la depresión económica continúe profundizando hasta el límite del genocidio. La deuda griega, que hace largo rato es impagable, pasa así a ser una categoría completamente abstracta.
No existe puesto no hay forma posible de pagarla, y siendo que no existe sin embargo conserva intacto, y cada vez más violento, todo su poder esclavizante sobre el pueblo griego.
Solo hay una salida sensata: reconocer que la tarea urgente es lograr que la economía griega crezca de nuevo y genere empleos. La ortodoxia económica de la austeridad empuja en sentido contrario: hacia el abismo.
Para crecer no solo se necesita una política expansiva que debería estar centrada en amplios programas de inversión que modernicen la economía griega y eleven su productividad, sino que es igualmente indispensable una profunda reestructuración de la deuda. La ortodoxia económica neoclásica –y por lo tanto la ideología neoliberal– una vez más fracasan. Se ratifica: Keynes tenía razón.
Cualquier otra cosa es demencia galopante, combinada con una indisimulada y enfermiza dosis de crueldad de tintes nazi-fascistas.
*Luis Paulino Vargas es doctor en Políticas Públicas y licenciado en Economía, Ciencias Políticas y Sociología. Además de comentarista en Soñar con los pies en la tierra.