Por Bruno de Jesús Coto Barboza.
Todos los costarricenses que, amando a nuestra Patria, sin olvidar el pillaje vil que los colonos españoles vinieron a hacer contra nuestros aún no desagraviados nativos, reconocemos, también, en nuestra lengua castellana, en mucha de nuestra música, en nuestra religión católica y en nuestra idiosincrasia en general una herencia ibérica que no podemos ocultar, no podemos ignorar el mensaje que da este año el titular de la Casa de Borbón-Parma a sus leales colaboradores con ocasión del 10 de marzo, Día de los Mártires de la Tradición.
El mensaje es digno, pues contiene claves que no cualquier palabrería de diplomático rigor contiene. En efecto, habla allí un Rey. En la memoria de los héroes fallecidos en Zaragoza, deja S. M. el Rey Don Carlos Javier clara su legitimidad, a diferencia de los que, apoltronados en la Zarzuela y en otras partes, deslumbrados por la cortesanía burguesa, ni intentan comprender el porqué de la hidalguía y la lucha eterna de las grandes clases populares.
Empieza Don Carlos Javier haciendo una hermosa valoración de la pobreza que asumen los carlistas verdaderos: no aquella oprobiosa y miserable sino la que se adopta como compromiso radical con unos ideales de bien común, justicia e igualdad. Creo que ningún carlista o socialista auténtico (nadie, de hecho, que se proclame orgullosamente ‘de izquierda’) debería sentir jamás plena comodidad material en su vida. La pobreza voluntaria en cierto grado es precisa para solidarizarse con la involuntaria, la de las grandes masas desposeídas que viven en las barriadas. De otra manera no se puede hacer; a algo se referiría Nuestro Señor con aquello de “primero pasará un camello por el ojo de una aguja” (Mc. 10, 25).
Tras el pensamiento inicial, Don Carlos inicia la reflexión política ya en el cuarto párrafo, que constituye una dura crítica a los que encuentran en un mero conservadurismo sentimental la solución a las duras encrucijadas que los pueblos enfrentan en nuestra realidad actual. Con el valor de la memoria histórica prolijamente salvaguardado en la reflexión introductoria, y especialmente en el tercer párrafo, deja claro Don Carlos que los padecimientos de la actualidad se resuelven viendo precisamente la actualidad. “No es sorprendente que algunos vuelvan a preguntarse ‘¿Qué piensan ahora los carlistas?’” Las glorias del pasado, presentes en el “vuelvan a preguntarse”, deben quedar complementadas con el “¿Qué piensan ahora?” ¿Cuál es el pensamiento actual de los carlistas? El actual, no el de 1936 ni el de 1939. El mundo contemporáneo exige que reflexionemos y rescatemos los valores eternos, no que hagamos un terrorismo contra toda crítica, como es usual en el falso “tradicionalismo de derecha” y, en el caso español, en algunos sectores republicanos que se quedaron suspirando por Santiago Carrillo o, aún más grave, en otros que anhelan la horrorosa sombra de Franco, de Ledesma o de la Falange. Lo mismo ocurre con todos los movimientos neohitlerianos, desde el Front National, de Marine Le Pen en Francia, hasta el Amanecer Dorado en Grecia.
El quinto y sexto párrafo merecen una glosa aparte. ¿A qué se refiere Don Carlos con “ideales que puedan superar el materialismo individualista”? ¡Precisamente a los que postulan que sí es posible vivir otro mundo, fuera del capitalismo! ¿Cuál poderoso empresario criollo osará decir que Su Majestad el Duque de Parma es un chancletudo? ¿Quién cuestionará que “defender la propiedad justa basada en el valor de la persona y de su trabajo, que hoy se olvida en favor de la ingeniería monetaria” es una proclama abierta en contra del poder del gran capital financiero, una llamada a la lucha obrera, a la reforma agraria…? El llamado del Rey se dirige precisamente hacia lo que el gran poder capitalista no permite.
Pero no se queda hasta aquí. El “absolutismo de Estado en nombre de España” que Don Carlos repudia es la España de Franco, la España que aplasta pueblos y costumbres centenarias, pero también con ella la España decimonónica, la España arrodillada ante el liberalismo, la España que renuncia a su patrimonio cultural e institucional, la España que por perseguir un difuso ideal de modernización, se entrega a los espurios intereses del poder foráneo. Y no sólo eso, Su Majestad se refiere a una práctica política de manera integral, la de los funcionarios y congresistas serviles y los burócratas que, por medio de leguleyadas, pretenden mantener su posición sobajando al gobernante de turno.
Si el Rey habla de “recuperar la justicia y la libertad” es porque se han perdido: la burguesía decimonónica las arrebató. ¿Cómo actualizar el pasado? Caminando hacia el futuro. ¿Cómo? Con comunidades organizadas y empoderadas (federalismo), con seguridad social y un Estado que no abandone a los pequeños productores agrícolas, ni a los miembros más desfavorecidos del pueblo respectivo, así como con justicia y solidaridad entre los pueblos (subsidiariedad interna y externa), con medios de producción bien distribuidos entre las manos del pueblo trabajador, de modo que se garantice la paz (autogestión global, economía y cohesión social) y la función social de los bienes, con leyes justas y dignas de respetar, que aseguren la integridad y los derechos humanos (Constitución Política) y con un gobierno que esté radicalmente al servicio del pueblo (monarquía para ellos, república parlamentaria o presidencialista para nosotros).
En este último sentido, Don Carlos Javier apela a los líderes de los gobiernos para que no busquen transcurrir cómodamente por entre los intereses ilegítimos que cunden alrededor de los círculos de poder en una nación: deben ser ellos, los titulares del poder civil, los que lleven la vanguardia en cuanto a los problemas de una circunscripción. Cuando se habla de problemas, se incomoda. Por ello la función de un mandatario debe ser profética, tesonera, sin miedo de poner este u otro asunto urgente sobre la mesa. Y, sin duda, se requiere temple para poner el dedo en la llaga. Sólo las convicciones profundas, legítimas y verdaderas dan este requerido temple.
Cuando habla el Rey legítimo sobre quienes “esconden sus críticas en el silencio y creen que, con ello, dan razón a su existencia” condena, también, dos actitudes con presencia muy general. La primera y, a mi parecer más grave, es el idiotismo: aquellos que, por concentrarse sólo en las necesidades del placer o la satisfacción propia, o del círculo más cercano, aún de la familia, institución muy sagrada pero que, mal concebida, puede hacer mucho daño, creen que no están para dedicar tiempo a los problemas de lo público. La segunda se refiere a un cierto tipo de piedad religiosa que sobreatribuye una carga soteriológica al sufrimiento humano y que, por sacrificio o mortificación personal, se abstiene de levantar la voz contra las grandes injusticias que contecen en el mundo y aún en nuestro alrededor más cercano. Por otro lado, rechaza el autoritarismo: “es una traición el no saber escuchar a nuestros compatriotas aunque tengan ideales que no coinciden del todo con los nuestros”.
“Muchas democracias están en decadencia porque sólo creen en la victoria de la mayoría. La democracia es mucho más que tener el derecho a manifestar la propia opinión, o tener un puñado de representantes más que los demás. Por que si no se trabaja por la comunidad, no se es demócrata”, afirma don Carlos.
A estas tres líneas hay que entrarles con calma. Cualquier politólogo entenderá la gravedad de los conflictos académicos que podrían generarse entre los estudiosos de la democracia si se analizan con cuidado estas afirmaciones. Don Carlos no está cuestionando de manera acérrima los cimientos mismos de la democracia parlamentaria burguesa, ni se opone a la libertad de opinión (individual, o la llamada libertad de prensa), pero entiende que la verdadera democracia trasciende esto, porque nada de esto es bueno por sí mismo, y esto molesta a estas instituciones. “Porque si no se trabaja por la comunidad, no se es demócrata”. Es decir, la democracia social y económica queda más allá de la mera democracia política, y en este punto específico, el Rey Don Carlos Javier, sin dudas católico y con sus posiciones filosóficas muy claras, queda circunstancialmente, y tal vez a su pesar, coincidiendo con Marx.
El punto importante es que Don Carlos Javier propone un modelo de democracia completamente nuevo, que pone su fundamento en lo social, una democracia práctica, con un gobierno a su servicio (y no la democracia al servicio del gobierno). Así he entendido que “una democracia, más que llenar de discursos, se hace realidad actuando en defensa de lo demás”.
En este punto, no queda lugar para el egoísmo dentro del carlismo: “los que sólo se preguntan ¿qué me pasará a mí?, en lugar de decir ¿qué les pasará a todos?, hay que dar de sí, antes que pensar en sí”.
Pero tal vez lo más sorprendente es la afirmación conclusiva, en que el Rey asume de manera plena una posición internacionalista férrea. ¡Quién ha visto antes un monarca internacionalista!
Antes de cerrar esta humilde glosa, vale la pena volver al tercer párrafo: “quiero haceros unas reflexiones que puedan representar una pauta en nuestra forma de ver y actuar”, dice Don Carlos Javier. ¡Un Rey reflexivo, que propone y no impone, que incluye con un verbo en plural, no excluye con una orden autoritaria! ¿España, lo has visto?
“Por su memoria y en su recuerdo, una oración”. Con la sobriedad de esta frase final, y el retorno al recogimiento cristiano que debe caracterizarnos siempre, aún al final de cada lucha (Ef. 4, 26), cierra el proscripto rey su carta. Quienes quieran apreciar sus ideas como las de un hombre más que ama a su pueblo verdaderamente, que sepan leerla con serenidad. Quienes quieran dar un nuevo significado a la historia de un pueblo tan hermano como lo es el pueblo español, hoy tenemos, como no tenemos desde hace mucho tiempo, un motivo para decir, con el pecho henchido y orgulloso: ¡Viva el Rey!
¡Vivan los mártires de la tradición! ¡Vivan los trabajadores explotados del mundo entero! ¡Vivan todos los pueblos de las Españas! ¡Viva siempre Latinoamérica, nuestra Patria Grande!
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